Festividad de San Pedro y San Pablo, columnas de la fe cristiana

San Pedro y San Pablo

Pedro (Simón) y Pablo (Saulo) son apóstoles, testigos de Jesús que dieron un gran testimonio. Se dice que son las dos columnas del edificio de la fe cristiana. Dieron su vida por Jesús y gracias a ellos el cristianismo se extendió por todo el mundo.

Los cadáveres de San Pedro y San Pablo estuvieron sepultados juntos por unas décadas, después se les devolvieron a sus sepulturas originales. En 1915 se encontraron estas tumbas y, pintadas en los muros de los sepulcros, expresiones piadosas que ponían de manifiesto la devoción por San Pedro y San Pablo desde los inicios de la vida cristiana. Se cree que en ese lugar se llevaban a cabo las reuniones de los cristianos primitivos. Esta fiesta doble de San Pedro y San Pablo ha sido conmemorada el 29 de Junio desde entonces.

El sentido de tener una fiesta es recordar lo que estos dos grandes santos hicieron, aprender de su ejemplo y pedirles en este día especialmente su intercesión por nosotros.

En las últimas décadas, esta fiesta ha sido de importancia para el moderno movimiento ecuménico como una ocasión en la que el Papa de Roma y el Patriarca de Constantinopla han oficiado servicios diseñados para que sus iglesias más cerca de intercomunión, como participación en lo común. Este es especialmente el caso durante el pontificado de Juan Pablo II, tal como se refleja en su encíclica, Ut Unum Snt

Tan atrás como en el siglo cuarto se celebraba una fiesta en memoria de los Santos Pedro y Pablo en el mismo día, aunque el día no era el mismo en Oriente que en Roma. El Martirologio Sirio de fines del siglo cuarto, que es un extracto de un catálogo Griego de santos del Asia Menor, indica las siguientes fiestas en conexión con la Navidad (25 de diciembre): 26 dic. San Estéban; 27 dic. Santos Santiago y Juan; 28 dic. Santos Pedro y Pablo.
 
La fiesta principal de los Santos Pedro y Pablo se mantuvo en Roma el 29 de junio tan atrás como en el tercero o cuarto siglo. La lista de fiestas de mártires en el Cronógrafo de Filócalo coloca esta nota en la fecha – «III. Kal. Jul. Petri in Catacumbas et Pauli Ostiense Tusco et Basso Cose.» (=el año 258) . El «Martyrologium Hieronyminanum» tiene, en el Berne MS., la siguiente nota para el 29 de junio: «Romae via Aurelia natale sanctorum Apostolorum Petri et Pauli, Petri in Vaticano, Pauli in via Ostiensi, utrumque in catacumbas, passi sub Nerone, Basso et Tusco consulibus» (ed. de Rossi–Duchesne, 84).
 
La fecha 258 en las notas revela que a parir de ese año se celebraba la memoria de los dos Apóstoles el 29 de junio en la Vía Apia ad Catacumbas (cerca de San Sebastiano fuori le mura), pues en esta fecha los restos de los Apóstoles fueron trasladado allí (ver arriba). Más tarde, quizá al construirse la iglesia sobre las tumbas en el Vaticano y en la Vía Ostiensis, los restos fueron restituidos a su anterior lugar de descanso: los de Pedro a la Basílica Vaticana y los de Pablo la iglesia en la Vía Ostiensis.
 
 
San Pedro.

Creció entre el agua y la arena. Luego fue su gozo la humedad plateada y saltarina de los peces que se agitaban en la red. Recorría las calles de Betsaida con las cestas llenas acompañado de su padre Jonás y su hermano Andrés para vender la pesca. También pasaron horas remendando las redes, recomponiendo maderas y renovando las velas.

Se casó a su edad, más bien joven. Era amigo de los Cebedeos, de Santiago y Juan, que eran de su mismo oficio. A veces, se sentaban en la plaza y, con voz queda, comentaban lo que estaba en el ambiente pleno de ansiedad y con algo de misterio; hablaban del Mesías veniente y de la redención de Israel. En la última doctrina que se explicó en la sinagoga el sábado pasado se hablaba de Él. Juan, el hijo de Zacarías e Isabel, ha calentado el ambiente con sus bautismos de penitencia en el Jordán.

Andrés está fuera de sí casi, gritándole: ¡Lo encontré! ¡Llévame a él!, le pidió. Y la aventura hacia el encuentro se realizó con un resultado que casi no se puede describir por la mezcla de sorpresa, alegría y misterio; desde entonces no se le quita de la cabeza lo que le dijo el Rabbí de Nazaret: ¡Te llamarás Cefas! Un día se montó en su barca y desde ella habló a la gente embelesada; luego entraron mar adentro y quiso que echara la red precisamente cuando no había peces, pero, maravillado, observa que se llena tanto que está para romperse, ¡milagro! Y… ¡pescador de hombres!

Lleno de entusiasmo es Pedro el capitán de los doce. Piensa que se presenta un buen porvenir. Continúa siendo tosco, rudo, quemado por el sol y el aire; pero él es sincero, explosivo, generoso y espontáneo. Cuando escucha atento a Jesús que dijo algo a los ricos, tiempo le faltó para afirmar «nosotros lo hemos dejado todo, ¿qué será de nosotros?». Oye hablar al Maestro de tronos y piensa de repente, sin pensarlo ‘Seré el primero’. Aquello le mereció una reprimenda del Señor, pero es que dice unas cosas que son tan difíciles de entender, que uno se hace un lío; el otro día le oyó decir que eran felices los pobres y los que sufrían y los que recibían humillaciones. Lo vio transfigurado en el monte Tabor y aquello sí que le iba, quiso quedarse allí un buen rato. Es el fanfarrón humillado en la Pasión. Pedro es arrogante para tirarse al agua del lago y al mismo tiempo miedoso por hundirse. Cortó una oreja en Getsemaní y luego salió huyendo. Es el paradigma de la grandeza que da la fe y también –sin tapujos– de la flaqueza de los hombres. Se ve en el Evangelio descrita la figura de Pedro con vehemencia para investigar; protestón ante Cristo que quiere lavarle los pies y noble al darle su cuerpo a limpiar. Es el primero en las listas, el primero en buscar a Jesús, el primero en tirar de la red que llevaba ciento cincuenta y tres peces grandes; y tres veces responde que sí al Amor con la humildad de la experiencia personal.

Ahora es Papa infalible sobre corderos y ovejas porque lo cambió Jesús a pastor. Con el Espíritu Santo, después de aquel pentecostal huracán celeste, va por las plazas y calles en Jerusalén, y de pueblo en pueblo, contando la vida de Jesús de Nazaret, lo que enseñó y lo que hizo, afirma que murió en la cruz y está vivo, asegura que él lo ha visto; dice estas cosas en la casa del amigo, junto al fuego, y en el pórtico del templo. Crecido el pequeño aprisco primero y con muchos más peces en la red, en un concilio determina lo que es bueno para todos.

Roma no está tan lejos. Pedro está allí hablando a los miserables y a los esclavos, prometiendo libertad para ellos, hay esperanza para el enfermo y hasta el pobre se llama bienaventurado; los menestrales, patricios y militares… todos tienen un puesto; ¿milagro? resulta que todos son hermanos. Y saben que es gloria sufrir por Cristo.

Nerón, el monstruo humano, se divierte con incendio y lira en mano. Para no ser acusado, desvía el golpe mirando a los cristianos. Sí, son ellos los enemigos del pueblo y del género humano, son ellos los incendiarios. Decreto, sangre y muerte. En la cárcel Mamertina está encerrado, sin derechos; no es romano, es solo un judío y es cristiano. Comparte con el Maestro el trono: la cruz, cabeza abajo.

En el Vaticano sigue su cuerpo unificante y venerado de todo cristiano.

 

San Pablo.

Dejó escrito: «He combatido bien mi combate; he terminado mi carrera; he guardado la fe. Ahora me está reservada la corona de justicia que Dios, justo juez, me dará en su día; y no solo a mí, sino a todos los que aman su venida».

Y fue mucha verdad que combatió, que hizo muchas carreras y que guardó la fe. Su competición, desde Damasco a la meta –le gustaba presentar la vida cristiana con imágenes deportivas– no fue en vano, y merecía el podio. Siempre hizo su marcha aprisa, aguijoneado con el espíritu de triunfo, porque se apuntó, como los campeones, a los que ganan. En otro tiempo, tuvo que contentarse con guardar los mantos de los que lapidaban a Esteban. Después se levantó como campeón de la libertad cristiana en el concilio que hubo en Jerusalén. Y vio necesario organizar las iglesias en Asia, con Bernabé; ciega con su palabra al mago Elimas y abre caminos en un mundo desconocido.

Suelen acompañarle dos o tres compañeros, aunque a veces va solo. Entra en el Imperio de los ídolos: países bárbaros, gentes extrañas, ciudades paganas, caminos controlados por cuadrillas de bandidos, colonias de fanáticos hebreos fáciles al rencor y tardos para el perdón. Antioquía, Pisidia, Licaonia, Galacia. Y siempre anunciando que Jesús es el hijo de Dios, Señor, Redentor y Juez de vivos y muertos que veinte años antes había ido de un lado para otro por Palestina, como un vagabundo, y que fue rechazado y colgado en la cruz por blasfemo y sedicioso.

Los judíos se conjuraron para asesinarle. En la sinagoga le rechazan y los paganos le oyen en las plazas. Alguno se hace discípulo y muchos se amotinan, le apedrean y maldicen. Va y viene cuando menos se le espera; no tiene un plan previo porque es el Espíritu quien le lleva; de casi todos lados le echan.

Filipos es casi-casi la puerta de Europa que le hace guiños para entrar; de allí es Lidia la primera que cree; pero también hubo protestas y acusaciones interesadas hasta el punto de levantarse la ciudad y declararlo judío indeseable haciendo que termine en la cárcel, después de recibir los azotes de reglamento. En esta ocasión, hubo en el calabozo luces y cadenas rotas.

Tesalónica, que es rica y da culto a Afrodita, es buena ciudad para predicar la pobreza y la continencia. Judío errante llega a Atenas –toda ella cultura y sabiduría– donde conocen y dan culto a todos los diosecillos imaginables, pero ignoran allí al Dios verdadero que es capaz de resucitar a los muertos como sucedió con Jesús.

Corinto le ofrece tiempo más largo. Hace tiendas y pasa los sábados en las sinagogas donde se reúnen sus paisanos. Allí, como maestro, discute y predica.

El tiempo libre ¡qué ilusión! tiene que emplearlo en atender las urgencias, porque llegan los problemas, las herejías, en algunas partes no entendieron bien lo que dijo y hay confusión, se producen escándalos y algunos tienen miedo a la parusía cercana. Para estas cuestiones es preciso escribir cartas que deben llegar pronto, con doctrina nítida, clara y certera; Pablo las escribe y manda llenas de exhortaciones, dando ánimos y sugiriendo consejos prácticos.

En Éfeso trabaja y predica. Los magos envidian su poder y los orfebres venden menos desde que está Pablo; el negocio montado con las imágenes de la diosa Artemis se está acabando. Las menores ganancias provocan el tumulto.

Piensa en Roma y en los confines del Imperio; el mismo Finisterre, tan lejano, será una tierra bárbara a visitar para dejar sus surcos bien sembrados. Solo el límite del mundo pone límite a la Verdad.

Quiere despedirse de Jerusalén y en Mileto empieza a decir «adiós». La Pentecostés del cincuenta y nueve le brinda en Jerusalén la calumnia de haber profanado el templo con sacrilegio. Allí mismo quieren matarlo; interviene el tribuno, hay discurso y apelación al César. El camino es lento, con cadenas y soldados, en el mar naufraga, se producen vicisitudes sin cuento y se hace todo muy despacio.

La circunstancia de cautivo sufrido y enamorado le lleva a escribir cartas donde expresa el misterio de la unión indivisible y fiel de Cristo con su Iglesia.

Al viajero que es místico, maestro, obrero práctico, insobornable, valiente, testarudo, profundo, piadoso, exigente y magnánimo lo pone en libertad, en la primavera del año sesenta y cuatro, el tribunal de Nerón. Pocos meses más tarde, el hebreo ciudadano romano tiende su cuello a la espada cerca del Tíber.

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