Tradicional y antiquísima procesión del SANTO ENCUENTRO de Jesús con María., que se celebra en Logroño, hoy Miércoles Santo a las 23.00 horas. Jesús nazareno a hombros de sus cofrades iniciará el recorrido por las calles de Logroño hasta encontrarse con María su Madre Dolorosa, quien momentos antes, comenzará su recorrido desde la Con-Catedral.
La imagen de la Cofradía de Jesús Nazareno, saldrá de su Templo de Santiago el Real a las 22.30 de la noche con el siguiente recorrido: Parroquia de Santiago el Real, Travesía de Santiago, Marqués de San Nicolás (Mayor), Plaza del Parlamento, Once de Junio hasta encontrarse con su Madre la Virgen de la Soledad.
La imagen de la Virgen de la Soledad, saldrá a las 22.15 horas desde su Templo Con-Catedral de Sta. Mª de la Redonda por la Plaza del Mercado, Portales, Capitán Gallarza. Breton de los Herreros, Once de Junio hasta encontrase con su Hijo Jesús el Nazareno.
Ambas imágenes se encontrarán sobre las 23.00 horas.
Tras el fervorín, los “pasos” llevados de nuevo a hombros de sus respectivas cofradías, volverán a sus respectivos templos por la calle Portales esquina Capitán Gallarza, donde Madre e Hijo se separan con recorridos diferentes. Jesús el Nazareno continúa por la calle Martínez Zaporta, Marqués de San Nicolás (Mayor), Travesía Santiago hasta su templo de Santiago el Real y La Virgen Dolorosa regresa a la Con-Catedral por Portales.
Jesús se encuentra con María, su madre, en la Vía Dolorosa.
Cuando Pilatos salió del tribunal, una parte de los soldados le siguió, y se formó delante del palacio una pequeña escolta que se quedó con los condenados.
Mucha gente, entre los cuales están los enemigos de Jesús que habían estado presentes en su arresto en el Huerto de Los Olivos, vinieron a caballo para acompañarlo al suplicio. Los alguaciles lo condujeron al medio de la plaza, donde vinieron esclavos a echar la Cruz a sus pies. Los dos brazos estaban provisionalmente atados a la pieza principal con cuerdas. Los soldados colocaron con gran esfuerzo sobre el hombro derecho la pesada Cruz, y pusieron sobre el cuello de los dos ladrones las piezas traveseras de sus respectivas cruces, atándoles las manos a ellas.
La trompeta de la caballería de Pilatos empezó a sonar, dando la señal de marcha. Uno de los fariseos a caballo se acercó a Jesús, arrodillado bajo su carga y le dijo: ¡arriba!”.
El gobernador en persona se puso a la cabeza de un destacamento para impedir todo movimiento tumultuoso. Delante marchaba un soldado con una trompeta tocando en todas las esquinas y proclamando la sentencia. A pocos pasos seguía una multitud de hombres y de chiquillos, que traían cordeles, clavos, cuñas y cestas que contenían diferentes objetos; otros, más robustos, traían los palos, las escaleras y las piezas principales de las cruces de los dos ladrones.
Al final del cortejo, venía Jesús Nuestro Señor. Los pies desnudos y ensangrentados, abrumado bajo el peso de la Cruz, temblando, lleno de llagas y heridas, debilitado por la pérdida de la sangre y por no haber comido ni bebido nada desde la víspera, devorado de calentura y de sed y asaeteado por dolores infinitos. Con la mano derecha sostenía la Cruz sobre su hombro derecho; con su mano izquierda, exhausta, hacía de cuando en cuando esfuerzos para levantarse su larga túnica, con la que tropezaban sus pies heridos. Su cara estaba ensangrentada e hinchada; su barba y sus cabellos manchados de sangre; el peso de la Cruz y las cadenas apretaban contra su Cuerpo la túnica de lana, que se pegaba a sus llagas y las abría. A su derredor no había más que irrisión y crueldad; mas su boca rezaba y sus ojos perdonaban.
Detrás de Jesús iban los dos ladrones, con los brazos atados a los travesaños de sus cruces separados del pie. No tenían más vestidos que un largo delantal; la parte superior del cuerpo la llevaban cubierta con una especie de escapulario sin mangas abierto por ambos lados y en la cabeza un gorro de paja. El buen ladrón estaba tranquilo mientras que el otro no cesaba de protestar y quejarse.
La escolta romana impedía que se acercasen la muchedumbre excesivamente, así que los curiosos tenían que dar la vuelta por otras calles transversales y correr delante de ellos para verles pasar. Casi todos ellos llegaron antes que Jesús al Calvario.
Antes de empezar la subida al Gólgota, Jesús ya no podía andar; como los soldados tiraban de Él y lo empujaban sin misericordia, cayó al suelo y la Cruz cayó a su lado. Los verdugos se detuvieron, llenándolo de imprecaciones y pegándole. A los dos lados del camino había mujeres llorando y niños asustados. Jesús levantó la cabeza y aquellos hombres atroces en lugar de aliviar sus tormentos, le pusieron en su sitio la corona de espinas y de nuevo le cargaron la Cruz sobre los hombros, y a causa de la corona hubo de ladear la cabeza, con dolores infinitos, para poder colocar sobre su hombro el peso de la Cruz con que estaba cargado y así continuó de nuevo su camino, cada vez más duro.
La dolorosa Madre de Jesús había salido de la plaza después de pronunciada la sentencia inicua, acompañada de Juan y de algunas mujeres. Pero cuando el sonido de la trompeta, el ruido del pueblo y la escolta de Pilatos anunciaron la marcha hacia el Calvario, no pudo resistir al deseo de ver a su Divino Hijo, y pidió a Juan que la condujese a uno de los sitios por donde Jesús debía pasar. Encontraron un palacio, seguramente la residencia del Sumo Pontífice Caifás, cuya puerta daba a la calle. Juan obtuvo de un criado compasivo el permiso para ponerse en la puerta con María y los que la acompañaban, entre ellos, José de Arimatea, y Salomé de Jerusalén.
La Madre de Dios estaba pálida y con los ojos enrojecidos de tanto llorar y cubierta enteramente de una capa gris parda azulada. Se oía ya el ruido que se acercaba, el sonido de la trompeta y la voz del pregonero, publicando la sentencia en las esquinas. El criado abrió la puerta, el ruido era cada vez más fuerte y espantoso. María se arrodilló y oró fervientemente. Luego volviéndose a Juan dijo: “¿Me quedo? ¿Debo irme? ¿Cómo podré soportar este espectáculo?” Juan le respondió: “Si no te quedas a verlo pasar luego lamentarás no haberlo hecho”. Salieron a la puerta con los ojos fijos en la procesión que aún estaba distante, pero que avanzaba poco a poco. La gente no se ponía delante sino detrás y a los lados.
La escolta estaba a ochenta pasos. Cuando los que llevaban los instrumentos de suplicio se acercaron con aire insolente y triunfante, la Madre de Jesús se puso a temblar y a gemir, juntando las manos, y uno de esos hombres preguntó: “¿Quién es esa mujer que se lamenta?” y otro respondió: “Es la Madre del Galileo”. Los miserables al oír tales palabras, llenaron de injurias a esta dolorosa Madre, la señalaban con el dedo y uno de ellos tomó en sus manos los clavos con que debían clavar a Jesús en la Cruz y se los presentó a la Virgen en tono de burla.
Pero María miraba a Jesús que se acercaba y se agarró al pilar de la puerta para no caerse, pálida como un cadáver, con los labios azules.
Jesús, temblando, doblado bajo la pesada carga de la Cruz, inclinando sobre su hombro la cabeza coronada de espinas. Echó sobre su Madre una mirada de compasión y habiendo tropezado cayó por segunda vez sobre sus rodillas y sobre sus manos.
María, en medio de la violencia de su dolor, no vio ni soldados ni verdugos; no vio más que a su querido Hijo; se precipitó desde la puerta de la casa en medio de los soldados que maltrataban a Jesús, cayó de rodillas a su lado y se abrazó a Él. Juan y las santas mujeres querían levantar a María. Algunos soldados sin embargo, tuvieron compasión y, aunque se vieron obligados a separar a la Santísima Virgen, ninguno de ellos le puso las manos encima.
Juan y las otras mujeres, ayudaron a María a levantarse y rodeándola la condujeron de nuevo a la puerta del palacio, donde cayó por el dolor sobre sus rodillas. Muchas mujeres con velos y derramando lágrimas. Los escoltas, le empujaron a Jesús con mucha crueldad para que siguiese adelante.
Con inmenso amor María mira otra vez a Jesús, y Jesús mira a su Madre; sus ojos se encuentran de nuevo , y cada corazón vierte en el otro su propio dolor. El alma de María queda anegada en amargura, en la amargura de Jesucristo.
Pero nadie se da cuenta, nadie se fija; sólo Jesús. Se ha cumplido la profecía de Simeón: una espada traspasará tu alma. En la oscura soledad de la Pasión, Nuestra Señora ofrece a su Hijo un bálsamo de ternura, de unión, de fidelidad; un sí a la voluntad divina.
Cuánto sufrió cuando tuvo que huir con José y el niño para que no se lo mataran.
Cuánto sufrió aquellos tres días en que Jesús estuvo perdido cuando tenía doce años.
Cuánto sufrió experimentado el dolor que provocan las críticas y calumnias contra el hijo amado.
Pero nada comparado con esto. ¡Qué llaga tan dolorosa comenzó a abrirse en el preciso instante que le avisaron que su hijo había sido preso! Dolor que fue creciendo al ver a su hijo flagelado, condenado a muerte, cargando un pesado madero, y ella sin poder aliviarle, sin poder mitigar su dolor…
LA PRIMERA PROCESIÓN DEL ENCUENTRO (Del libro Historia de la Semana Santa de Logroño de D. Eugenio Ugarte Alonso)
Para la Semana Santa de 1.942 la Junta de Gobierno de la Hermandad, a cuyo frente estaba como Hermano Mayor don Félix Martínez Val, preparó dos innovaciones que mejoraron notablemente nuestra Semana Santa, ambas para el día de Jueves Santo, 2 de Abril. La primera consistió en un “Miserere” que se celebró en la Colegiata de la Redonda; y la segunda fue la primera procesión llamada “del Encuentro” realizada a continuación, una vez terminado el “Miserere”.
Para las diez menos cuarto de la noche, en que estaba anunciado el “Miserere”, toda la iglesia dela Redonda se encontraba totalmente llena de público, ávido de escuchar innovación tan acertada y era de todo punto imposible penetrar dentro del templo. A la misma hora ocupó la Hermandad la Vía Sacra, ante-presbiterio y parte inferior del coro, mientras el Guión con la Junta de Gobierno se situaba en el presbiterio y en el centro del mismo el Rvdo. Don Julio Merino, cura párroco de Palacio.
El Prior de la Hermandad, Rvdo. don Pedro Baldomero Larios, rezó una estación al Santísimo Sacramento que contestó la Hermandad y público y a continuación el coro con la orquesta y órgano interpretó el “Miserere” a tres voces del maestro Camó, bajo la dirección de don Tomás F. Iruretagoyena y al órgano el maestro Calvet. El público escuchó con sumo agrado la ejecución de ésta pieza musical, novedad desconocida en las Semanas Santas de Logroño, como así mismo el numeroso público estacionado en el exterior del templo en que se habían colocado unos altavoces para la retransmisión del acto, siendo posteriormente muy alabado por todos los que lo escucharon.
A continuación comenzó la salida de la Hermandad, que lo hizo con sus impresionantes filas y sus grandes cirios encendidos, llevando a hombros el “paso” de “La Dolorosa”.
En ésta salida tuvo una brillantísima presentación el grupo de soldados romanos con su vestimenta de época, seis con capa azul y otros seis con capa encarnada, al frente de los cuales iba un centurión con una magnífica capa encarnada. Todo el vestuario era de mucho gusto y muy bien llevado por doce artilleros del Centro Castrense de Acción Católica de Artillería.
Estos soldados romanos abrían marcha tras la Cruz recorriendo la procesión por la calle General Mola, Tabacalera y calle Mayor hasta su cruce con la de Santiago. En éste momento, los soldados romanos se destacaron del cortejo hasta la puerta de la iglesia de Santiago dónde simularon el prendimiento de Jesús Nazareno y formados en sus lados lo condujeron hasta la confluencia de Mayor con Sagasta dónde ya se encontraba la Hermandad con el “paso” de “La Dolorosa”, situándose el “Nazareno” frente a su Madre. La banda de trompetas de Artillería comenzó a tocar una marcha floreada; cantó dos magníficas saetas, con gran sentimiento, don Valentín Atienza, y el Prior de la Hermandad, Rvdo. P. Larios dirigió breves palabras glosando la escena del “Encuentro” entre el Hijo y su Madre, todo ello retransmitido a las cercanías mediante altavoces debidamente instalados con antelación.
No puede ser descrito el espectáculo que en ese momento ofreció todo el trozo de la calle Sagasta, calle Mayor y bocacalles adyacentes ni los esfuerzos de la policía para contener a los miles de personas que apretados, cubrían estas calles. Nunca se había visto cosa parecida ni silencio tan profundo como el que se produjo cuando los altavoces comenzaron a dejar escuchar los primeros toques de trompetas y hasta que el Prior terminó su glosa. Fue algo indescriptible, emocionante y que produjo en cuantos lo presenciaron un gran efecto de piedad y seriedad. Una vez terminada la escena, se reemprendió la marcha hasta la iglesia de Palacio donde fueron recogidos los otros dos “pasos” para su traslado a la Redonda, siguiendo por las calles de Travesía de Palacio, Herrerías, San Bartolomé, plaza de Amos Salvador y General Mola hasta llegar a la Colegiata de la Redonda, dónde terminó la procesión con el rezo de otra estación al Santísimo, sobre las doce de la noche.