La primera Navidad en el mundo.

Narración de la Primera Navidad en el mundo que escribió mi querido y buen amigo D. Eugenio Ugarte Alonso, como cuento de navidad para su familia y amigos, en el año 2009.

Estos hechos que voy a relatar ocurrieron entre los años 3759 y 3760 del calendario hebreo.

Son los hechos más importantes ocurridos en nuestro planeta, que significaron además del cambio del pensamiento y la acción de los hombres, el cambio del calendario en todos los pueblos, excepto el hebreo que continúa con el suyo. Este año 2009 nuestro es el 5768 suyo.

Verán ustedes que es una bellísima historia de amor hacia nosotros, los hombres de todos los tiempos tenida por el Dios Padre hacia todo el género humano de todas las etnias, razas y colores de piel.

He dividido esta narración en cuatro capítulos: El Precursor; La encarnación del verbo; La visitación a su prima Isabel y El nacimiento del Hijo de Dios.

Comencemos pues por el primero

  • El Precursor

Reinaba Herodes en Palestina.

Este idumeo, despiadado y brutal, no era amado por el pueblo.

Con fabulosos donativos había comprado a los romanos el trono de Israel; pero aunque lo buscó, no logró el favor de sus súbditos. En vano reedificó a Samaria, en vano amplió el Templo de Jerusalén, restaurándolo con magnificencia oriental.

En sus turbios manejos de intrigas y ambiciones, a la vez que halagaba a los judíos con obras espléndidas, se humillaba ante Augusto para lograr sus favores, levantaba templos en honor de los dioses de los dominadores y adulaba a los griegos construyendo teatros y estadios para espectáculos y juegos que aborrecían los hebreos.

Herodes, el hijo del desierto, era violento y feroz, ávido de gloria, insaciable derramador de sangre, impío, usurpador.

Y el pueblo, le aborrecía tenazmente.

Por éste tiempo vivía en Judea un virtuoso sacerdote llamado Zacarías.

Su esposa tenía por nombre Isabel. Los dos eran del linaje de Aarón.

No tenían hijos.

Ambos esposos eran fidelísimos observadores de la Ley de Moisés. Su vida ejemplar parecía darles derecho a los favores del Cielo.

Sin duda habían orado exponiendo sus anhelos. Tal vez vieron deslizarse con pena los años de su matrimonio, bajo la humillante condición de esterilidad, que los rebajaba a los ojos de los demás.

Las esperanzas habían muerto ya para ellos. Eran entrados en años. No podían, como sus hermanos de raza, entornar los ojos y soñar aquéllos eternos sueños de grandeza, en los que cada uno se imaginaba ser ascendiente del Mesías, el libertador de la patria oprimida, bajo cuyo cetro la soberanía del pueblo de Dios sería asombro del mundo.

Aquél día, tocóle el turno a Zacarías de penetrar en el Templo y ofrecer el incienso en el lugar santo.

Era la hora del sacrificio cotidiano. Ardía la víctima sobre el altar y elevábase al cielo la columna de humo, nimbando de blancos velos flotantes las cabezas morenas de los sacerdotes.

En los atrios inmobilizábase la multitud en posturas humildes. Un bordoneo de oraciones llenaba el ambiente…

Vibraron las trompetas, dominando el sonido de los instrumentos músicos; postróse el pueblo y penetró Zacarías en el lugar santo, para colocar en el altar de oro la brasa viva tomada del fuego del holocausto y derramar sobre ella el incienso perfumado.

A través de la suave bruma olorosa que llenó el recinto, vio el sacerdote que al lado derecho del altar, junto al candelero de los siete brazos, se perfilaba una figura etérea y majestuosa.

Zacarías se dio cuenta de que estaba frente a un ángel.

Apoderóse de él la turbación. El corazón se le llenó de religioso pavor.

–No temas Zacarías –dijo el ángel–; tu oración ha sido oída. Isabel, tu mujer, dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Juan, el cual será para tí objeto de gozo, y muchos se regocijarán en su nacimiento. “Porque ha de ser grande en la presencia del Señor.” Desde el seno de su madre será lleno de la presencia del Espíritu Santo. Convertirá muchos de los hijos de Israel al Señor Dios suyo. Delante del cual irá él revestido del espíritu y de la virtud de Elías para reunir los corazones de los padres (antiguos patriarcas) con los de los hijos, conducir los incrédulos a la prudencia y fe de los justos, a fin de preparar al Señor un pueblo perfecto.

El anuncio de ver realizados éstos deseos, abandonados ya por imposibles, desconcertó al buen siervo de Dios, el cual preguntó indeciso: –¿Cómo podré yo conocer que esto es verdad? Porque yo soy viejo y mi mujer entrada en años.

–Yo soy Gabriel, que asisto ante el trono de Dios, de quien he sido enviado para traerte ésta feliz nueva. Desde ahora quedarás mudo y no podrás hablar hasta que sucedan éstas cosas, por cuanto no has creído en mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo.

En los atrios enlosados, el pueblo, lleno de extrañeza, esperaba la salida del sacerdote, que permanecía en el lugar santo más tiempo del que estaba permitido. Miraban con ansiedad hacia la entrada, temiendo que le hubiera sucedido algo.

Apareció, al fin, Zacarías, demudado el semblante, radiante de alegría y procurando explicarse por señas, porque estaba sordo y mudo.

Y todos conocieron que había tenido en el Templo una visión.

Cumplidos los días del servicio del Templo, el sacerdote volvió presuroso a su casa. Poco después, Isabel, su esposa, vio que sus deseos de ser madre iban a realizarse.

Por espacio de cinco meses ocultó el prodigio a cuantos la rodeaban.

Haciendo vida ordenada y saboreando en silencio su felicidad, se decía a sí misma: “El Señor ha tenido a bien borrar mi oprobio delante de los hombres.”

  • Encarnación del Verbo

Sobre una loma escarpada y rocosa que dominaba la llanura de Jezrael, una pequeña ciudad ostentaba sus casitas de piedra y de barro doradas de sol.

Aquel poblado, risueño y fértil, era como un venturoso edén entre las montañas muertas y los caminos resecos.

Nazaret (flor de Galilea) se llamaba aquel lugar delicioso, vestido de árboles y flores, de frescura y de umbría bajo el cielo de porcelana.

Era una estación de parada y descanso para las caravanas que llegaban, fatigadas y sedientas, entre ruidos de campanillas, mugidos de las bestias de carga y recias voces de conductores.

Nazaret tenía una fuente. Una fuente de aguas claras y abundantes, que cantaba día y noche en la hondonada de un valle acolchado de césped, entre laureles y granados, almendros y limoneros.

Allí descansaban los caminantes refrescados con las aguas transparentes. A veces la gente pendenciera mezclaba el descanso con disputas ruidosas, entre camellos tumbados y bultos de mercancías esparcidos por el suelo.

Tal vez fuese ésta una de las razones por las cuales Nazaret gozaba de mala fama entre los antiguos. Algunos años más tarde, un sencillo cananeo, haciéndose eco del sentir popular, había de preguntar admirado: “¿Puede acaso salir cosa buena de Nazaret?”.

En la pequeña aldea oscura y humilde vivía una jovencita llamada María. Aún no tenía dieciséis años.

Era descendiente de David. La tradición nos dice que se había educado en el Templo, y que sus padres eran Joaquín y Ana. Joaquín había muerto siendo ella niña.

A la sazón estaba desposada con un varón de su misma tribu y familia, llamado José. Era un joven de real prosapia, pero artesano y pobre: un sencillo carpintero.

Entre el desposorio y las bodas transcurría cierto tiempo, durante el cual la esposa permanecía retirada, preparando su traslado al nuevo hogar.

En el día señalado para ser recibida en casa del esposo, la prometida era conducida entre cánticos y músicas, suelto el cabello y velado el rostro, rodeada de sus amigas, que con lámparas en la mano, la escoltaban agitando sobre su cabeza ramas de mirto, el árbol del amor.

Por el contrato de esponsales, la doncella quedaba indisolublemente unida al esposo, el cual ejercía sobre ella todos los derechos. Si la esposa faltaba a la ley de su promesa, era lapidada como adúltera.

María, pues como las demás jóvenes, hacía los preparativos para el matrimonio.

Pero arropada en el misterio de su corazón santísimo, dormía una promesa hecha al Señor: Ella permanecería virgen toda su vida.

La casita de Nazaret era humilde y pobre, pero no miserable. Recostada en la ladera de la montaña. Tras la primera habitación, había una segunda, excavada en la roca, que servía como cuarto interior.

Suelo de tierra apisonada, modestos enseres domésticos, asientos de madera desnuda y, tal vez, alguna estera de paja para orar sobre ella con el rostro vuelto hacia Jerusalén.

Aquí, oculta a los ojos de todos, María, la dulce nazarena de grandes ojos velados por ensueños místicos, se dedicaba a sus ordinarios quehaceres un día en que, recién entrada la primavera, vestía de blanco las ramas de los almendros. En nuestro tiempo podría ser hacia el 25 de Marzo.

Y vio que el ángel Gabriel penetraba en la casa, se detenía ante ella y la saludaba respetuosamente: –Dios te salve, oh llena de gracia; el Señor es contigo: bendita eres entre todas las mujeres.

Sorprendida y turbada al oir palabras tan desusadas, cuyo significado no comprendía, la cándida Virgen inclinó sus pupilas serenas, que reflejaron una sombra de temor.

–No temas, María—prosiguió el celestial visitante–; has hallado gracia en los ojos del Altísimo. Sabe que has de concebir y darás a luz un hijo a   quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande, y será llamado hijo de Dios. El Señor le dará el trono de David, su padre; reinará en la casa de Jacob eternamente y su reinado no tendrá fin.

Comprendió María que había sido elegida para Madre del Redentor. Con todo, hubo un momento de sobresalto en el corazón de ella. ¿Corría peligro su voto? Prudente y reflexiva, expuso su zozobra con extremada sencillez: –¿Cómo ha de ser eso? Yo no conozco varón.

Era tanto como decir que su matrimonio con José no se parecía a los demás.

De nuevo la tranquilizó el ángel: –El Espíritu Santo descenderá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, por lo cual el Santo que de ti nacerá se llamará Hijo de Dios. Y he aquí que Isabel, tu parienta, ha concebido también un hijo en su vejez, y hoy la estéril se encuentra encinta y en el sexto mes de su maternidad. Para Dios no hay nada imposible.

El blanco liro nazareno conoce entonces que su voto ha sido agradable para el Cielo, puesto que lo respeta. Con el alma rebosante de consuelos espirituales, María exclamó humildemente: –He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.

El ángel desapareció.

Su altísima embajada quedaba cumplida.

Y en aquel instante se realizó el más sublime prodigio que presenciaron los siglos.

EL VERBO SE HIZO CARNE Y HABITÓ ENTRE NOSOTROS.

  • La visitación a su prima Isabel

Pocos días después de su diálogo con el ángel, María dejaba su florido rincón nazareno para encaminarse a las montañas de Judá.

Quería visitar a Isabel, su prima.

La joven desposada seguramente no iba sola. Tenía tres o cuatro días de camino, con posibles encuentros de caravanas, grupos de gente desconocida, senderos fragosos entre roquedales y campos extensos guardadores de peligros.

Por lo demás, las jornadas eran deliciosas. Cantaba la primavera su himno de renovación; crecían los trigos mezclados con amapolas y campanillas, y la llanura de Esdrelón era un mar de flores que reían al sol entre los pastos tranquilos. Las noches deslizábanse tibias y claras, bajo la caricia de la luna, que brillaba con serenidad infinita.

Y era el tiempo de la Pascua. Los caminos cuajábanse de jubilosos israelitas que acudían al Templo para celebrar la fiesta magna.

El sacerdote Zacarías habitaba con Isabel, su esposa, en un pueblecito oculto entre los repliegues de las montañas, al oeste de Jerusalén.

El lugar, un valle jugoso y fresco, abundante en higueras frondosas, plateados olivos y viñas que se colgaban en las laderas, tenía un ambiente de misterio que flotaba en su recogido aislamiento. Crecían los cactus agresivos entre las quebraduras de las peñas, y los rebaños de cabras negras ramoneaban los recientes retoños bajo la vigilancia de los pastores.

Por el sendero, flanqueado de terebintos y arbustos en flor, adelantábase María con grácil apresuramiento.

Cubierta del polvo del camino, con una frase de enhorabuena en los labios, penetró en casa de Isabel.

Cuando ésta divisó a su prima salió a su encuentro, tendiéndole los brazos deseosa de darle el ósculo de la paz. En los ojos de la anciana brillaba un gozo extraordinario.

De pronto, una luz divina iluminó su espíritu. Conoció el misterio que aureolaba la frente de la joven nazarena y exclamó, transportada de admiración y alegre respeto: –¡Bendita Tú entre todas la mujeres! ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme? Apenas oí tu voz, el hijo que mora en mi seno dio saltos de contento. (En éste mismo momento fue Juan santificado en el seno materno). ¡Bienaventurada Tú, que has creído, porque verás cumplido todo lo que el Señor te ha dicho!

En medio de su grandeza, María permanece humilde, y hasta pretende desdibujar su figura excelsa para que brille únicamente la maravillosa omnipotencia de Dios, que ha realizado en ella inauditos prodigios.

Elevando su alma sobre todos los horizontes terrestres, revela a Isabel el misterio sublime de su maternidad, de su vocación y de su gloria futura, que habían de celebrar todos los siglos venideros

Con la mirada perdida en el espacio, la Virgen elegida entona el Magníficat: Glorifica mi alma al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador.

Porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava, por eso me aclamarán bienaventurada todas las generaciones.

Grandes cosas ha hecho en mí el Omnipotente cuyo nombre es santo

Y cuya misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen.

Con la virtud de su brazo dispersó a los soberbios.

Derribó a los poderosos de sus tronos y ensalzó a los humildes.

Colmó de bienes a los hambrientos y envió vacíos a los ricos.

Acordándose de su misericordia, vino en ayuda de Israel, su siervo.

Según la promesa que hizo a nuestros padres, a Abrahán y a su descendencia para siempre.

María se estuvo unos tres meses en casa de su prima Isabel.

Después regresó a Nazaret.

  • El nacimiento del Hijo de Dios

Muchas debieron de ser las angustias y vacilaciones del piadoso carpintero. Él vagamente presentía un misterio. No sabía definirlo, pero era indudable que existía.

Al fin, tomó una resolución que le pareció la mas apropiada a las circunstancias.

Para no difamar a la joven, no la llevaría ante los jueces, exponiéndola a la vergüenza pública; no se quejaría de ella a los parientes, que la hubieran tratado como a un baldón de la familia. Se alejaría secretamente, se iría muy lejos, dejando a la esposa abandonada a su suerte.

Aquélla noche, el sueño vino sobre él, invadiéndole con desacostumbrada dulzura.

Y, mientras dormía, un ángel, vestido de claridad, se le apareció y le dijo: –José, hijo de David, no temas recibir a tu esposa, porque lo que ha concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un niño, a quién pondrás por nombre Jesús, pues Él salvará a los hombres de los pecados.

Despertó José. Con el corazón libre de angustias, obedeció sin dudar a la palabra dicha por el Cielo.

Abismado en profunda admiración, recibió a su esposa como un depósito sagrado.

En adelante ya sabía cual debía de ser su misión: salvaguardar la virtud de la madre y proteger la vida del Hijo.

María entró en casa de su esposo y tomó la dirección del hogar.

Ella permaneció siempre virgen inmaculada.

El mundo estaba en paz. Una paz completa, universal, como jamás se había conocido en el orbe.

Aprovechando esa tregua pacífica, el emperador Augusto, que ya había mandado empadronar a todos los ciudadanos romanos, ordenó incluir en el censo a todos los habitantes de las provincias aliadas y reinos vasallos.

La Judea quedó incluida en el edicto imperial.

Herodes, siempre cuidadoso de complacer y adular al César, su amo, publicó una orden por la cual todos los judíos debían inscribirse en la ciudad natal, trasladándose a la suya los que estuvieran ausentes.

José, de la tribu de Judá, descendiente de David, era oriundo de Belén. Allí debía de empadronarse legalmente.

El viaje era largo y la estación difícil. A María habían de serle fatigosas las jornadas; su estado de adelantada maternidad requería cuidados que no eran fáciles de proporcionar en marcha.

Sin embargo, no opuso resistencia alguna. Excelente ama de casa, seleccionó algunos víveres para el camino -tortas de harina, dátiles, higos secos-, reunió las ropitas que tenía preparadas para su hijo, y de buen grado se dispuso a ir en compañía de José.

Ellos, perfectos conocedores de las escrituras, vieron, sin duda, en éstos sucesos, mirados por todos como contratiempos, admirables disposiciones de la Providencia para que se cumpliese al pie de la letra la profecía de Miqueas, el cual había dicho vaticinando el reinado del futuro Mesías: Y tú, Belén Efrata, no eres pequeña entre las ciudades de Judá, porque de ti vendrá el que ha de ser dominador de Israel. El cual fue engendrado desde el principio, desde los días de la   eternidad.

El asno es en Oriente la cabalgadura de los humildes. José y María llevaban uno, sin duda. La joven nazarena no hubiera podido recorrer a pie los ciento veinte kilómetros que la separaban de Belén.

Sentada sobre la mullida albarda del borrico, que portaría también el reducido equipaje, iba María, ponderando en su expectación de madre las grandezas del Hijo que pronto había de nacer. ¡El Mesías prometido, por quien tanto habían suspirado los Patriarcas del pueblo de Dios!

Atravesaron la llanura de Jezrael, desnuda ya de los henos floridos y barrida por frecuentes rachas de cortante ventisca que traían en su seno el frío.

Internáronse en las desoladas ondulaciones montañosas de Samaria y Judea, por senderos pedregosos y hostiles, donde los lagartos se tendían al sol sobre las piedras desnudas.

Hacia el veinte de Diciembre llegaron a Jerusalén. Visitaron el Templo, asistieron a los sacrificios y tomaron parte en los cánticos sagrados que alababan la misericordia del Altísimo.

Faltaba la última etapa, la que se tiende sobre la llanura de Rafaim, que vio por dos veces el triunfo de David sobre los filisteos. Esta era la más corta de las jornadas.

Dos leguas más al sur de la Ciudad Santa apareció Belén, sobre la cresta que unía dos colinas de mediana elevación, dejando resbalar sus casas por la vertiente hasta un amplio valle cultivado y fértil que, al abrigo de las montañas, se vestía pomposo de viñas y olivos, higueras y almendros.

Ambos esposos vieron con satisfacción el fin de su viaje . Estaban cansados, habían hecho largas jornadas, reposando junto a las fuentes del camino y pernoctando en incómodos paradores, alojamiento de caravanas.

Al fin encontrarían alivio. Llegaban al pueblo de sus antepasados.

Debió de ser cruel la decepción de José y de María al entrar en Belén.

No había para ellos hospedaje en ninguna parte.

Iban de una a otra casa, siempre con el mismo interrogante en los labios: –¿Podrían cederles un albergue para pasar la noche? ¡Se contentarían con tan poco!…Un pequeño refugio donde la joven esposa, casi niña por la edad, pudiera resguardarse de las inclemencias invernales. De los vientos de nieve que helaban los cuerpos…

Los miraban. El aspecto del matrimonio era pobre , comprendían al punto que la recompensa no había de ser muy espléndida. Movían la cabeza y contestaban que no. La afluencia de forasteros en la ciudad era un buen pretexto. No había sitio, no había sitio…

José, con gesto resignado, arreaba al borrico. Y comenzaba la peregrinación, para terminar siempre con el mismo resultado.

María movíase con frecuencia sobre la cabalgadura, como si la postura se le hiciese incómoda. En sus dulces ojos saturados de candor había una sombra de melancolía.

Perdida toda esperanza de hospitalidad en casa de los particulares, dirgiéronse al khan. Un parador de los muchos que en Oriente se alzan a lo largo de los caminos para servir de refugio y defensa a las caravanas.

A veces, el khan no es mas que un pedazo de terreno rectangular rodeado de un muro de piedra, o simplemente de adobes. Puede tener pórticos, en la parte interna, con divisiones que sirven de cámaras; o bien un pequeño edificio de un solo piso con techo cuadrado, donde se reservan algunas habitaciones para los huéspedes de categoría.

El centro del khan está siempre al aire libre. Los viajeros, según van llegando, se acomodan como pueden, con entera promiscuidad de hombres y bestias, fardos de mercancías y cestos de frutas y legumbres.

En aquéllos días también el parador de Belén estaba abarrotado de elementos muy diversos. Mercaderes que se tendían cara al cielo con un fardo bajo la cabeza; traficantes, que cambiaban impresiones en diferentes lenguas; camellos de giboso lomo, que rumiaban filosóficamente acurrucados sobre sus patas dobladas; viajeros que descansaban al lado de sus caballos; pastores con sus rebaños de cabras y ovejas; vendedores de víveres, de pan y de vino; chiquillos que alborotaban incansables. Y todo revuelto en pintoresca confusión, todo dominado por un gran vocerío.

Era muy apurada la situación. Pero su alarma llegó al colmo cuando advirtió que el sol, desvaído y amarillento, comenzaba a hundirse tras un picacho de la montaña.

Venía la noche, madre de sombras invasoras. La noche glacial, espantable de frío…

En el corazón entristecido del carpintero fulguró una última esperanza: –Buscaría entre las grutas que se abrían en los flancos de la montaña. No era la primera vez que servían de alojamiento a los viajeros.

Tomó el ronzal del pollino y siguió caminando. Ahora cuesta abajo.

Frío, medianoche.

El cielo florecía de estrellas blancas y tembladoras, que eran en la bóveda oscura como rosas de plata.

Crujían los árboles, sacudidos por el cierzo helado, que los desnudaba sin piedad. Y las gotas de escarcha, al colgarse de las ramas, las vestían de perlas y diamantes.

Deslumbraba la luna, brillante y ligera, bañando el paisaje de luz, transformándolo en siluetas desdibujadas teñidas de azul y de violeta.

Dormía la pequeña población belemita, sin sospechar que el espíritu de Dios se cernía sobre ella próximo a realizar las esperanzas que habían sostenido a Israel a través de los siglos.

En aquélla noche, serena y blanca, el nombre de Belén iba a inmortalizarse.

María y José habían encontrado refugio en una pequeña cueva. Una cueva pequeña y ennegrecida, donde dos bestias comían perezosamente el pienso que su amo les había dejado en el pesebre.

La poesía con que gustamos rodear el nacimiento de Cristo, no se aviene bien con la realidad del sitio donde nació.

El lugar no podía ser más miserable.

Un establo… Un establo al natural, socavado en la montaña, oscuro y de olor desagradable, de atmósfera pesada y densa; sin más luz ni ventilación que la que penetraba por el boquete único que hacía a la vez de puerta y de ventana.

El lugar no tenía más que una ventaja para los santos esposos: podían estar solos, al abrigo de miradas indiscretas y curiosas.

Y allí, en completo desamparo, ignorado de todos, despreciado de muchos que no habían querido admitirle en su casa, va a nacer el Redentor del mundo…

La más pura de las madres tiene por morada un inmundo establo.

El más poderoso de los hijos quiere abrir por primera vez los ojos al calor de dos pobres animales.

Medianoche, frío, pobreza.

A una señal del Omnipotente realizóse el prodigio anunciado por los profetas.

De María, la rosa de Nazaret, brotó un capullo blanco y rosado. Un infantito de carnes tibias y delicadas, que se estremeció de frío sobre el duro suelo de la gruta.

La Virgen, pálida y transfigurada, tomó a su Hijo de las manos, lo contempló con ternura y lo estrechó contra su pecho.

El Niño era precioso. Se parecía a todos los niños, pero mostrábase incomparablemente más dulce.

Lo envolvió en pañales y le ciñó las fajas.

Bajo la mano de María, el corazoncito infantil latía acompasado y leve. ¡Aquél corazón que tanto amaba a los hombres!. Volvió a estrechar a su Hijo, como si quisiera fundirlo de nuevo dentro de ella. Y lo miraba, lo miraba… El Niño parecía devolverle las miradas y dibujar una sonrisa.

José. completamente sumido en la consideración del misterio que se desplegaba ante sus ojos, contemplaba también al recién nacido.

Hasta la luna clara vino corriendo y centelleó ante la puerta de la gruta, como si quisiera mirar también y besar la blonda cabeza del Mesías.

Al fin, la Madrecita, brillándole en los ojos una llama de divina beatitud, colocó al infante, bien arropado, en el pesebre.

Y los dos, cayendo de rodillas, lo adoraron.

Aquel Niño, además del Hijo de María, era Hijo de Dios.

Al pie de Belén, hay una explanada que fue en tiempos pasados propiedad del rico Booz. Allí tenía sus campos de trigos ondulantes y dorados de sol, y allí fue a espigar Rut, la dulce moabita.

Más tarde, los nómadas guardadores de rebaños, hicieron de aquella explanada un lugar preferido para invernar con sus ganados. Protegida de los vientos, fácil para absorber el calor de los rayos solares, la tierra se cubre de jugosas hierbas antes que ninguna otra. El ganado vive bien, al abrigo del cierzo y alimentado de los pastos tempranos.

La noche del nacimiento de Cristo, un grupo de estos pastores que vagan sin rumbo fijo, viven al raso y guardan sus rebaños en campo libre, calentábanse alrededor de una gran fogata.

Gentes sencillas, representantes de la ínfima clase de la población agrícola, dejaban deslizar las horas de la noche invernal contando las pequeñas incidencias de su vida, ignoradas del mundo, ungida de serenidad.

Esparcía la hoguera un calor grato. Crepitaban las llamas oscilantes, alargándose en el espacio, ahuyentando con su luz a los chacales hambrientos, que ponían escalofríos de miedo con su lúgubre aullar.

De pronto, en medio de una celeste claridad, que, al reflejar sobre ellos, los llenaba de luz, percibieron la figura de un ángel brillante y majestuoso.

A su vista se llenaron de asombro y de temor.

–Tranquilizaos—dijo el ángel–; vengo a daros una nueva de gozo grande para todo el pueblo. Hoy os ha nacido un Salvador, que es el Cristo, el Señor, en la misma ciudad de David. Y ésta será la señal: Hallaréis al Niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre.

Una multitud inmensa de espíritus celestiales se dejó de ver en el mismo instante.

Junto con el ángel cantaban alabando a Dios, entre resplandores de gloria y trémulo rozar de alas. Era así su canto: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”.

Extinguióse el resplandor y desvaneciéronse las legiones angélicas, volando con suavidad a las alturas. Subían, subían, repitiendo siempre el mismo himno nunca oído en la Tierra, que fue perdiéndose como un eco allá arriba, cada vez más lejos.

Repuestos de su asombro, en el corazón de los pastores brotó el entusiasmo.

–Vamos—se decían unos a otros–, vámonos a Belén y veamos este suceso prodigioso que el Señor nos ha manifestado.

Aquella misma noche, se pusieron en camino.

Llegaron al establo y vieron al Niño acostado en el pesebre. Su Madre lo miraba extasiada.

Emocionados, contaron a José y a María cómo venían enviados por el ángel.

La joven nazarena les presentó a su Hijo.

Ellos besaron las manitas rosadas del recién nacido.

Al volver a sus ganados, con el corazón rebosante de gozo, contaban los pastores a todos los que encontraban las maravillas que habían presenciado.

Cuantos los oían, se llenaban de admiración y alababan a Dios.

Pero el testimonio de los pobres guardadores de ganado no hizo mucho ruido en la ciudad.

Entre su Madre y José, continuó ignorado por los grandes, de los soberbios, del mundo duro y pervertido que había venido a rescatar.

La pobreza, la humildad y la sencillez rodeaban su cuna.

María, empero, conservaba en su corazón todas estas cosas. Y las flores del recuerdo perfumaban sus horas de meditación.

F I N

Cuento de Navidad de 2009

✝ D. Eugenio Ugarte Alonso.

(En su recuerdo)

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