TIRANÍA DE LA RAZÓN (Hijos de un divorcio II)

Lamentando la espera, os escribo la seguna, tercera, cuarta y quienta parte del último tema iniciado el pasado mes me marzo, y que titulé «Hijos de un divorcio». Como siempre, espero que os ayude a entender y volorar los bienes que tenemos, en este caso la indisulubidad del matrimonio.

Es revelador constatar cuántos abusos, a veces salvajes, se han acreditado, alegando “razones razonables”.

Estamos acostumbrados a que nos hablen del divorcio como de una opción perfectamente válida. Mil razones justifican esta posición. Divorcio

La gente guapa, rica y famosa tiene a sus espaldas dos, tres, y hasta siete divorcios. Todos tenían motivos razonables para tramitarlos. Tan generalizado es el fracaso conyugal, que se habla de “pareja muy estable” cuando un matrimonio sobrevive cinco años. El divorcio tiene sus argumentos pero, ¿son fruto de la generosidad, la justicia y la responsabilidad?

Jesús explica en el Evangelio de San Mateo que el hombre no puede separarse (ni provocar la separación) de lo que Dios ha unido. Admite que – por mediación del profeta Moisés, y a la vista de la dureza de corazón de su pueblo – Dios permitió, durante un tiempo, repudiar a la mujer sólo en caso de adulterio. “Pero al principio no fue así. Y yo digo que quien repudia a su mujer (…) y se casa con otra, adultera” (Mt19, 3-9). Contundente ¿verdad? Pues así restituyó Jesus al matrimatrimonio la dignidad que le fue conferida por el Creador.

Si hacemos memoria, algo parecido sucedío con la poligamia: Dios pudo permitirla – que no legitimarla – para posibilitar el cuidado y la protección de las mujeres en un tiempo y una sociedad (patriarcal y en continuas guerras) donde la alternativa a ser la esposa ‘númeo x’ era la esclavitud, la prostitución, la mendicidad y/o morir de hambre.

La mentalidad antidivorcista era indudable en la iglesia de los primeros siglos. Había pluralidad de criterios interpretativos sobre las posibles excepciones, pero el divorcio era rechazado contundentemente. Además, era unánime la certeza de que “entre nosotros lo que no es lícito a la mujer, tampoco es lícito al varón” (San Jerónimo, 331 a 420 D.C).

En la Edad Media, la iglesia católica (Roma) era muy rigurosa. No así la iglesia griega (Constantinopla), que contemplaba excepciones y concesiones para permitir el divorcio en algunos casos.

En el protestantismo, por lo general, se admitía el divorcio sólo en caso de inmoralidades sexuales y por abandono injustificado del hogar. En plena efervescencia protestante, el caso de Enrique VIII de Inglaterra convirtió la discusión sobre nulidades matrimoniales y/o divorcio en una viva polémica sobre la primacía papal que culminó la escisión de la Iglesia Anglicana. Para muchos anglicanos, admitir que llegaron a la separación de la Iglesia Romana razonando cómo justificar la actitud soberbia y la incontinencia sexual de un rey, es motivo de íntima vergüenza.

En verdad, nuestra naturaleza herida ha posibilitado la presencia continuada de los pecados que atentan contra el matrimonio y la familia (infidelidad, abandono, explotación laboral de la mujer y/o los hijos, maltrato u homicidio) en la historia del hombre. Sin embargo, “normalizar la ruptura marital” es un fruto podrido de la humanidad dado en la edad moderna y posmoderna.

En 2015 el caso de un matrimonio roto es tan habitual que muchos lo consideran “normal”. Y cuando dicen “normal” quieren decir “no malo”. Y cuando despenalizan una conducta – sobre todo desde el punto de vista moral – la hacen “buena”. Y “Si algo es bueno – siguen en su razonamiento – , ¿por qué no debiera recomendarse? O ¿por qué hay que impedir su disfrute y difusión?”

Hágamos esta misma pregunta en negativo, quizás visualizemos mejor el problema que plantea: ¿Qué sucederá cuando, en lugar de animar siempre al mutuo respeto, a la comprensión, al perdón y al cumplimiento de los promesas matrimoniales (sobre todo en momentos de indefensión, decadencia o debilidad), se hace buena, por ley, la violencia familiar connatural a un divorcio?

MartaCM

Nuestro compromiso con el valor intrínseco de la familia debe llevarnos: 1- a huir de la rutina familiar, siendo creativos con lo que somos y tenemos para conseguir lo que queremos; 2 – a proponernos ser “pelín heroicos” (sólo un pelín) en el esfuerzo por crecer en las virtudes humanas (generosidad, lealtad, sinceridad, laboriosidad, orden, sobriedad, etc.), y en desarrollar una piedad sencilla (oración al levantarse y acostarse, bendición de la mesa, urbanidad en el templo, etc.), para dar un testimonio que transmita ilusión y que convenza sin necesidad de añadir muchas “razones”.

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