No es exagerado decir que la violencia es connatural al divorcio.
Violencia doméstica no es sólo pegar habitualmente, o matar a tu esposa/o, a tu hijo o a tus padres. Tambien es violencia familiar hacerles sentir que nunca los quisiste, que siempre fueron un impedimento en el desarrollo de tus proyectos personales. Violencia familiar es ejercer en casa un autoritarismo arbitrario que se acompaña con gritos frecuentes; es anteponer tu comodidad a sus necesidades; es utilizar a tu esposa como si se tratara de tu sierva o criticar a tu esposo sin tregua y, desde luego, medie o no sentencia de divorcio, es abandonar a tu conyuge y/o a tus hijos, sin causa grave llevado/a por algo tan cambiante y temporal como los sentimientos (enamoramiento, desilusión, etc.).
El divorcio no es una cura, es una mala amputación; es la salida más rápida, la que nos venden en el mercadillo de valores. Sin embarago, como si estuviéramos en manos del peor cirujano, el corte nunca será límpio ni definitivo, dejará secuelas manifiestas, graves, algunas permanentes y difíciles de cuantificar. El divorcio es una forma de violencia que remata muchos meses (o años) de gestos, acciones u omisines más dañinos para unos (los hijos y el conyuge abandonado) que para otros.
Cuando la ruptura no es una alternativa – caso de los esposos cristianos -, el divorcio es la típica decisión imprudente que nos obligará a enfrentar situaciones personales muy complicadas si queremos preservar la gracia de nuestras almas.
Por lo tanto, pese a las dificultades en la relación conyugal (a veces enormes), un amor sincero, bueno, maduro y responsable se aferraría al vínculo matrimonial con uñas y dientes, apelaría sin tregua al sentido común y al sentido sobrenatural de la vida en familia.
Cuando parece que el barco de nuestro matrimonio se estrella y saltar NO ES UNA OPCIÓN, habrá que hacer cualquier cosa por cambiar su deriva: “me tocaba devolvertela, pero me la quedo». «Me la quedo, te perdono y rompo esta espiral de violencia”. Lo contrario, permitir que la degradación llegue a cierto nivel, propiciará que nuestra frustración y nuestro orgullo herido (ambos muy hábiles en reclamar reparación, negar el perdón y rehuir responsabilidades) tomen el control.
Si no hay perdón, no hay amor. Si no hay amor, la cosa empeorará con cada traspié. Llegados a este punto, ¿para qué seguir casados? Esta pregunta es una de las mentiras que soporta el discurso divorcista. No podemos confundir “sentirse enamorado” (un sentimiento) con “amar” (una decisión). Los sentimientos son, por naturaleza, pasajeros. Un compañero me cae simpático hoy, mañana no. Hoy pelearía por defender a un amigo, pasados cuatro años no. Hoy puedo estar perdidamente enamorado, al séptimo año no. Amar a tus padres, tus hijos, tu esposa, tus amigos, es una decisión permanente.
Si nos guiáramos sólo por lo que sentimos, hartos de nuestros padres, nos hubiéramos ido de casa siendo adolescentes; hubiéramos repudiado a nuestros hermanos antes de cumplir los diez años; hubiéramos despachado de casa al hijo que nos ocasiona tantos disgustos; hubiéramos mandado a la porra el trabajo, y no atenderíamos al enfermo que nos provoca nauseas mientras lo aseamos.
Cuando amamos a otra persona, decidimos hacerlo pese a los sentimientos que nos suscita y pese a sus defectos. Por eso, en medio de un periodo de decepción matrimonial, cuando tienes ganas de decirle a tu esposo/a dónde puede irse, piensa cuán importante es el o ella para ti; recapitula los logros conseguidos y medita cual será el bien de los hijos. Entonces decidirás bajar el tono de voz, dejar de reprocharle las cosas que hace mal, no faltarle el respeto y renovar tu propósito de ser cordial, leal, sincero, generoso, optimista, conciliador, abnegado…
MartaCM
Los matrimonios que llevan toda una vida juntos coinciden en afirmar lo siguiente: la euforia de la pasión amorosa no se mantiene a lo largo de los años. Sin embargo, cuando ambos esposos toman la decisión de amarse y se muestran detalles de cariño con frecuencia – actitud nacida de la voluntad de cuidar y hacer feliz al otro – , el sentimiento de amor y el compromiso matrimonial se renuevan y fortalecen constantemente.