Si un herido pierde sangre – supongamos que poca pero de forma constante -, tapar el corte sin detener la hemorragia no lo sanará. Sobre todo cuando un sádico empeñado en matarlo poco a poco le hace cortes nuevos cada noche que, como el primero, no dejarán de sangrar.
Cuando una familia acaba rota, firmar un convenio regulador que permita pasar “de jaque mate a tablas” es la venda que tapa la herida sin detener la hemorragia.
Admitir el divorcio como expresión de libertad personal es generalizar la licencia para romper familias sin penalizacion alguna, es abrirle la puerta al sádico que entraba a hurtadillas y cortaba al paciente.
Si alguien no lo impide, las familias y la sociedad (esta última como resultado de la generalización de un comportamiento nocivo, el divorcio), acabarán inconscientes por desangramiento.
Quien se ve arrastado al estado de inconsciencia pierde la noción del dolor, de la realidad y, por consiguiente, la capacidad de reaccionar. ¿Esto queremos? ¿Personas desmayadas incapaces de pronunciarse, decidir o movilizarse? ¿Una sociedad enferma donde, mientras la gente sencilla está anulada, los malos y poderosos hacen su agosto en detrimento de la justicia y de la felicidad ajena?
Dirá alguno: “puedo aceptar que el divorcio es una enfermedad contagiosa, pero, ¿qué hacer cuando, pese a todo, la convivencia es imposible?” Intentar la conciliación hasta el agotamiento es una obligación irrenunciable, sin embargo… cuando exiten causas mayores que impiden la covivencia, el Derecho Canónico prevee, para los católicos, la separación conyugal. A efectos de patrimonio, pensiones compensatorias, etc., como mero trámite legal, podría interesar un divocio civil. Pero un católico no puede extingir su matrimonio, ni las obligaciones que de él se derivan hacia su esposo/a e hijos, mediante el divorcio.
En la nueva “cultura del divorcio” nadie contraería nupcias si no puediera divorciarse con facilidad. Esta premisa hace presente el divorcio en la fundación misma de cada nuevo matrimonio, lo que equivale a decir: “te declaro mi amor y mi intención de abandonarte al mismo tiempo”.
Sólo si desmitificamos el divorcio podremos evidenciar la verdadera esencia del matrimonio: un proyecto de dos (hombre y mujer), en ocasiones heróico, profundamente humano, escuela de humanidad y de libertad responsable. La indisolubilidad del matrimonio no es un dogma religioso, sino la dovela clave de la familia y, por lo tanto, una necesidad de la persona y de la sociedad para bien de ambas.
MartaCM
Judith S. Wallerstein (psicóloga) atiende desde 1971 a niños y adolescente de parejas divorciadas en California. En sus primeros estudios catalogaba el divorcio como un azote emocional en la niñez que se agrava en la adolescencia. Sin embargo, pensaba que sus efectos eran transitorios y que los niños aprendían – gracias a este vapuleo – que la vida no es fácil.
Pasados unos años, muchos hijos de un divorcio – ahora adultos entre 25 y 40 años – reclamaron su asistencia para hablar de lo vivido durante la separación de sus padres. Comprobó con asombro que las heridas estaban en carne viva. Aquellos jóvenes se sentían como si alguien hubiera destruido en verano la calefacción central de su casa, y les asombrara pasar frío en invierno.
Después de treinta años de estudio empírico, Wallerstein denuncia los mitos del divorcio (“nos divorciamos porque somos muy infelices y, de continuar así, haremos infelices a nuestros hijos”, o “el divorcio inflige sus efectos más dañinos en el momento de la separación, luego desaparecen”).Paralelamente afirma que los niños y adolescentes prefieren a sus padres bajo el mismo techo, aunque se peleen. La mera posibilidad de una separación les llena de confusión y miseria emocional porque ellos no se identifican sólo con su madre o con su padre como individuos, sino con la relación de pareja que tienen y la unidad que constituyen; 3- concluye que el divorcio de los padres se convierte en un factor determinante de los sentimientos, actitudes y el crecimiento de los hijos; que su impacto nocivo aumenta con el tiempo y llega al máximo en la edad adulta; que todos los hijos de un divorcio desean uniones esponsales firmes, duraderas, hasta la muerte pero, en la práctica, parece como si sobre ellos hubiera caído una maldición. (Álvaro de Silva, Boston, para Alfa y Omega. Enero 2014)